viernes, 12 de diciembre de 2014

Vang Vieng




 En mi largo trayecto hacia el norte, me detengo en Vang Vieng, un pequeño pueblo situado en la orilla del río Nam Song. Al bajarme del autobus, en un minuto se forma una nube de polvo, y todos mis compañeros de viaje han desaparecido. Incluída mi nueva amiga coreana a la que tenía intención de acoplarme sin ningún escrúpulo.
Lo que me encuentro a mi alrededor es bastante desolador. 
Me parece que para ser un pueblo tan turístico, es el sitio con menos encanto que te puedas imaginar. Tampoco ayuda que es mediodía y hace como cuarenta grados al sol.

Me encuentro a un chaval como de 20 años y pinta de australiano con cara de dormido, y le pregunto si sabe donde está el río, y me contesta que ni idea, que llegó ayer. Esto me deja bastante intrigada porque esperaba encontrarme con el río nada más bajar del autobús, y lo único que veo a mi alrededor son largas calles de tierra y muy poca actividad.
Intentando escapar del sol, y resignada a quedarme en este espantoso desierto durante un largo día, hasta que salga el próximo autobus hacia el Norte, tomo la decisión de alojarme en un buen hotel para variar. Ya que no hay nada que ver, y que estoy bastante deprimida después de cuatro horas de viaje en un minibus en el que aunque cabían 12 personas, íbamos 16, voy a darme un capricho.
 Al girar hacia la izquierda, me encuentro con la calle principal del pueblo que está a la orilla del río. Efectivamente, el río estaba sólo a una calle de distancia, ya te vale, ¡mongol!
Es una calle larga y llena de polvo donde sólo hay hoteles, hostels y demás infraestructura para turistas. Tiendas de bikinis venidas a menos, chanclas y sombreros de paja. Los restaurantes, las peluquerías y la barbería. Varias agencias de Aventura que ofrecen todo tipo de actividades que me espantan, desde la primera hasta la última; Kayak, escalada, tubbing, trekking, alquiler de motos...Todos los que venían conmigo en el bus vienen a eso, a la aventura. Yo en cambio, lo único a lo que aspiro durante el tiempo que esté en este infierno de polvo, es a tirarme a la sombra y quedarme mirando como corre el agua del río. 
Despues de encontrar hotel (el primero que encontré que me pareció lujoso), salí a dar un paseo y descubrí que lo que en realidad pasa es que estoy del lado del río equivocado. Nada más cruzar el puente de madera hacia el otro lado, me encuentro con un panorama totalmente diferente. 

 
 Allí viven los lao, allí está el pueblo de verdad. Las preciosas casas de madera, las bicis y los perros. Las gallinas altas con sus pollitos. Los gallos negros de cuello rojo, que miran desafiantes mientras persiguen a los perros. En el río de aguas marrones y turbias se bañan los niños salpicándose y gritando alegres. Justo al lado, hay dos pescadoras que llevan sombrero de paja. Pescan con un artefacto hecho con cuatro baras de madera anudadas por la parte de arriba en forma de cruz y una red en la parte de abajo. Como si se tratara de un colador enorme, lo sumerjen en el agua, y al sacarlo está lleno de brillantes y pequeños peces plata.






Cruzando otro puente, esta vez de piedra, te encuentras con un camino estrecho al borde del río, que te lleva directamente al arrozal. De color verde intenso, los campos de arroz se extienden hasta que alcanza la vista. Estan trazados de caminos embarrados donde los niños se quedan atrapados con sus bicis, mientras el guarda del hotel de al lado les grita enfadado intentando espantarlos. No quiere que molesten a los turistas filipinos que se están haciendo fotos en el arrozal. Primero tu sola, ahora yo, ahora que se ponga también mamá...y así un sinfín de combinaciones. 
Al fondo están las montañas como grandes dientes de un verde más oscuro. Las palmeras, los ruidos de los pájaros, y las grandes libélulas de color rojo hacen que todo parezca irreal y que dudes si estarás en un sueño. Pero lo más asombroso es el silencio. Silencio absoluto.
De repente se escuchan unos gritos rítmicos que vienen de lejos. Se repiten una y otra vez. Son los remeros. Salen con sus largas canoas justo antes del ocaso. Suben y bajan el río dando gritos de ánimo para combatir el calor, todavía sofocante a esta hora del día. En la orilla, las vacas miran sin interés y las niñas saludan con la mano y lanzan grititos. Los niños pasan corriendo y saludan sonrientes; ¡Sabaidee!
 



Al final, me enamoré del paisaje y del ambiente del pueblo y me quedé tres días. Nunca olvidaré Vang Vieng, porque sus contrastes hacen que te atrape para siempre.

 

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